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  • Homilía- Aprovechemos estos días santos- Domingo de Ramos 2021

    El Señor me ha dado una lengua experta, para que pueda confortar al abatido con palabras de aliento. Mañana tras mañana, el Señor despierta mi oído, para que escuche yo, como discípulo”.

    El discípulo que aprenda del Maestro a experimentar la fortaleza al sufrir cualquier adversidad, especialmente una injusticia, adquiere una lengua experta para confortar al que sufre, al abatido y desolado, como tantos, que en este tiempo se han multiplicado.

    Jesús se convierte en el Maestro de maestros, precisamente al entregar su vida y sufrir la pasión, y muerte de cruz; y además por manifestar en carne propia el paso de la muerte a la vida con la resurrección.

    Este es el punto fundamental y central de la vida cristiana, la Pascua, el paso de la muerte a la vida ilumina toda circunstancia existencial, testimoniando así que la vida no termina con la muerte, y generando la esperanza que no defrauda: alcanzar la vida eterna.

    Porque como afirma San Pablo, si Cristo no resucitó vana es nuestra fe, se quedarían sin fundamento todas las enseñanzas de Jesús, quedarían consideradas como conceptos meramente humanos, como opiniones de un hombre sabio, razonables, pero sin garantizar con la evidencia de los hechos, la verdad que se proclama. Por ello llama la Iglesia a esta semana, la Semana Mayor, la Semana Santa.

    Pasemos ahora a retomar en esta misma línea de reflexión, el párrafo considerado el más antiguo texto del Nuevo Testamento, que formaba parte del Himno que recitaban los primeros cristianos después de la partida de Jesús a la Casa del Padre:

    Cristo, siendo Dios, no consideró que debía aferrarse a las prerrogativas de su condición divina, sino que, por el contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, y se hizo semejante a los hombres. Así, hecho uno de ellos, se humilló a sí mismo y por obediencia aceptó incluso la muerte, y una muerte de cruz”.

    Estos dos textos son una excelente preparación para recitar y meditar en estos días santos, y vivir, iluminados por la fe, las celebraciones centrales del Triduo Pascual; ayudándonos a pasar, de la compasión que genera el recuerdo del Calvario vivido por Jesús en su Pasión y Muerte, a la gozosa y esperanzadora nueva vida del Espíritu que nos ofrece Jesús.

    Así confortados no perderemos el rumbo y la orientación en nuestra vida ante las adversidades, sufrimientos, injusticias y conflictos que van de la mano en toda experiencia humana, y que lamentablemente para muchos se han intensificado en este tiempo de la Pandemia.

    Podremos así exclamar, reconociendo la salvación que nos espera en la Casa del Padre, con inmensa alegría y convicción, como los primeros cristianos:

    Por eso Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre, para que, al nombre de Jesús, todos doblen la rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y todos reconozcan públicamente que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre”.

    ¡Aprovechemos estos días santos, participando en las celebraciones litúrgicas y devocionales, y descubramos la riqueza espiritual de nuestra fe en Jesucristo, el Señor de la vida!

     

  • Homilía: Renovamos nuestras promesas con confianza- 26/03/21

    Homilía: Renovamos nuestras promesas con confianza- 26/03/21

    “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido y me ha enviado para anunciar la Buena Nueva a los pobres, a curar a los de corazón quebrantado, a proclamar el perdón de los cautivos, la libertad a los prisioneros, y pregonar el año de gracia del Señor, el día de la venganza de nuestro Dios” (Is 61, 1-3)

    Esto proclamó Isaías convencido, que el Espíritu lo acompañaba para cumplir esa misión. No le tocó ver reconstruido el templo y la ciudad de Jerusalén; pero sí saber que llegaban las primeras migraciones con esa intención y aprobación de la autoridad, el emperador,  para reconstruir el templo y la ciudad de Jerusalén. ¡El Espíritu estaba con él!

    Como pastor de esta Arquidiócesis, me dirijo a ustedes -también pastores del pueblo de Dios y colaboradores indispensables- para cumplir la misión de la iglesia. Misión que implica que la levadura del Evangelio florezca en la sociedad, y que tengamos una conciencia y experiencia de fraternidad solidaria, subsidiaria, de hermanos, como una familia que somos de Dios. ¡Esa es nuestra misión!

    Por tanto, nuestra misión no está reducida al culto que celebramos para alimentar y nutrir a cada uno de nuestros feligreses a cumplir su vocación en el mundo; también es nuestra responsabilidad encausar, promover y motivar a nuestros feligreses a la renovación de una sociedad, fundamentada en los valores del Reino de Dios.

    Por eso, como pastor que encabeza esta Arquidiócesis, y con ustedes mis indispensables colaboradores, para cumplir esta misión a la que hemos sido llamados, elegidos y ungidos por el Espíritu para el ministerio sacerdotal -y ante esta Palabra del profeta Isaías y del mismo Jesús en el Evangelio del Apocalipsis-, les planteo dos interrogantes:

    La primera: ¿La conciencia que expresa Jesús de ser acompañado por el Espíritu, la he adquirido? ¿Cuándo cumplo con mis responsabilidades ministeriales experimento que me acompaña el Espíritu del Señor? ¿Le agradezco la fortaleza que me da y la sabiduría para entender lo que debo hacer? ¿Tengo esta conciencia como mi Maestro Jesús? ¿O al menos estoy en proceso desarrollándola en mi ministerio?

    Tanto esta interrogante, como la segunda, son para que, al momento en que renovemos nuestras promesas sacerdotales, le pidamos a Dios o le agradezcamos a Dios -dependiendo de nuestra experiencia- la presencia del Espíritu en el ejercicio de mi ministerio.

    La segunda interrogante es: ¿Tengo en cuenta en mi predicación, en mi motivación, en mis reflexiones pastorales evangelizadoras, con mis fieles y con mi comunidad, la indispensable centralidad de los Evangelios sobre los demás textos de la Palabra de Dios.

    ¿O soy de los que tomo al pie de la letra lo que veo en el Antiguo Testamento, y lo aplico como si fuera la enseñanza de Jesús? ¡Esto sería un gravísimo error!

    Debemos tener siempre el faro de luz para interpretar adecuadamente, en concordancia con el Evangelio, los textos de la Escritura, incluido el resto de los textos del Nuevo Testamento. Esto está claramente expresado en el Concilio Vaticano II, en la Constitución Dei Verbum.

    Para responder a la primera interrogante, veamos la interpretación de Jesús sobre esta profecía de Isaías. ¿Qué dice Jesús? ¿Cuál es su comentario?: “Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír” (Lc 4,21) Como indica el evangelista Lucas, es el inicio del ministerio de Jesús en Nazaret.

    ¿Mi predicación es consecuencia de la escucha y respuesta a la voz de Dios? ¿O por el contrario, es un mensaje conceptual y teórico, aprendido pero no vivido? Jesús se expresa convencido de que esa palabra que ha proclamado el profeta Isaías se cumple en Él. Cuando nosotros proclamamos y predicamos la Palabra de Dios es porque la hemos escuchado antes. ¿Tenemos esta convicción de que, lo que yo escucho de la Palabra y explico a mi pueblo, lo he vivido, se ha dado en mí?

    Esto es algo sumamente importante, porque de esa manera seguimos a Jesucristo, somos buenos y fieles discípulos de Cristo en el ministerio para el que Él nos llamó y ustedes y yo respondimos “Señor, sí quiero”.

    Cuando proclamamos la Palabra habiéndola escuchado previamente, el Espíritu Santo interviene, actúa, tanto en mí como en aquellos que la escuchan; no por la sabiduría con que yo la exprese, sino por la transmisión de esa convicción, propia de quien ha vivido lo que está diciendo.

    La confirmación de que así es, y de que no me estoy autoengañando, es que se manifesta en mí el crecimiento de mi vida espiritual. En el ejercicio de mi ministerio, en lugar de que venga rutina, cansancio y aburrimiento de lo que hago, debe venir gozo y alegría. El crecimiento de mi vida espiritual, es crecimiento de mi confianza en la misericordia divina; por eso, ante cualquier riesgo o peligro supero el miedo, porque tengo confianza en la misericordia del Señor y en la asistencia del Espíritu Santo en mi ministerio.

    Para respondernos a la segunda interrogante, en el sentido de que si el Evangelio, las enseñanzas y el testimonio de Jesús, son nuestra llave para interpretar los demás textos de la Escritura, observemos lo que hizo Jesús en este pasaje. El pasaje es hermoso, pero en la última parte, el profeta Isaías afirma: “El día de la venganza de nuestro Dios” (Is 6,3). Esta frase corresponde a la mentalidad del Antiguo Testamento: la de un Dios justiciero, la de un Dios que no perdona, sino que castiga y condena a quien no lo obedece.

    El Espíritu Santo no ha venido para que Dios cobre venganza de los que no obedecieron, de los que no siguieron su voz. Jesús por eso, la omite, no la pronuncia, la deja de lado.

    ¿Cuántas veces, quizá, yo he tomado la figura del Dios que transmite el Antiguo Testamento? Este tema generó una de las grandes discusiones en los primeros cuatro siglos, entre los Santos Padres y entre aquellos que se desviaban heréticamente de las enseñanzas de Jesús. Nuestra clave debe ser siempre Jesús, quien ha sido enviado por el Padre. ¿Para qué envió Dios Padre a Jesús? Para revelar que el verdadero Dios, por quien se vive, el Dios del amor y de la misericordia.

    Dios tiene toda la paciencia de la eternidad para que sus hijos le respondan. Por ello es importante, en las lecturas dominicales, no clavarme sólo en el texto del Antiguo Testamento, sino que el faro de luz sea la lectura del Evangelio. Por eso está así establecido el orden en la sagrada Liturgia, para que yo interprete, a la luz del Evangelio, a la luz de las actitudes y enseñanzas de Jesucristo, las situaciones y comportamientos que yo observo en medio de mi comunidad.

    Pidamos al Padre su luz y renovemos nuestras promesas sacerdotales con confianza; no tengamos miedo. Él está para ayudarnos; por eso nos concede una y otra vez el Espíritu Santo. Pidamos al Padre su luz y renovemos nuestras promesas con la confianza de recibir las gracias necesarias para ejercer fielmente el ministerio sacerdotal que nos ha sido confiado; y para que, ejerciéndolo, me santifique y sea muy fecundo en bien de mi comunidad, ayudando a los fieles a vivir su sacerdocio bautismal, generando y desarrollando el pueblo de Dios como pueblo sacerdotal. Como escuchamos al final de la primera lectura del profeta Isaías: “Ustedes serán llamados sacerdotes del Señor; ministros de nuestro Dios se les llamará” (Is 61, 9); y en la segunda lectura del Apocalipsis: “ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre” (Apoc 1, 6).

    Esto significa que ellos, los fieles, están llamados a tener directamente la relación con Dios. Nosotros sólo favorecemos y ayudamos a los feligreses a crecer en el ejercicio de su sacerdocio bautismal. Sólo así podremos cumplir nuestra misión en el mundo, en esta sociedad tan desafiante que nos toca vivir, manifestando que Dios no nos ha abandonado, que está presente a través de nosotros sus discípulos: obispos, presbíteros, diáconos agentes de pastoral y todos los fieles bautizados en el nombre del Señor.

    Pidámoselo así a Él, en este día, con toda la disposición de renovar nuestro camino en el ministerio sacerdotal. Que así sea.