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  • Homilía de la Misa de las Rosas 2022

    “Los que me coman seguirán teniendo hambre de mí, los que me beban seguirán teniendo sed de mí; los que me escuchan no tendrán de qué avergonzarse y los que se dejan guiar por mí no pecarán. Los que me honran tendrán una vida eterna”.

    Todos estos hermosos frutos, que el autor del libro del Eclesiástico refiere a la Sabiduría, los alcanzaremos si seguimos el ejemplo y las huellas, de quien los ha vivido en plenitud y los manifiesta con su vida. ¿De quién hablamos, a quien nos referimos?

    Indudablemente al contundente testimonio de Nuestra Madre, María de Guadalupe. En efecto cuando la Virgen María le fue anunciado, que sería la madre del Hijo de Dios, no lo entendió, y preguntó ¿Cómo será esto? La respuesta fue clara y al mismo tiempo misteriosa: “El Espíritu Santo vendrá sobre tí, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra”. Ella sin entender a fondo aceptó: “Hágase en mí según tu palabra”. Y recibió el Espíritu Santo, así aprendió a caminar, y a dejarse conducir bajo la sombra del Espíritu Santo, obteniendo la Sabiduría.

    El Evangelio de hoy, narra cómo el Espíritu Santo se presenta a la vez en dos mujeres, que han abierto su corazón a la gracia, y comparten con alegría su experiencia eclesial. Dando un primer testimonio de la vocación y misión de la Iglesia Madre, llamada para ser espacio y promotora del encuentro entre quienes se dejan conducir bajo la sombra del Espíritu Santo.

    “María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea y entrando en la casa de Zacarías, saludó a Isabel… Entonces Isabel quedó llena del Espíritu Santo, y levantando la voz, exclamó: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!.. Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor”. El Espíritu Santo en su actividad, lo que promueve en nosotros, es la generación de la característica fundamental de la naturaleza divina, que es la comunión; fruto del amor que mira siempre por el bien del otro.

    Dios es tres personas y un solo Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Ellos viven una comunión tan íntima, tan perfecta, que teniendo siempre cada uno todo el poder, siempre están de acuerdo. No hay competencia, no hay rivalidad, no hay actitudes en las que se pisa a uno para que el otro sobresalga. Es comunión que logra la unidad. En esto consiste la naturaleza divina. Y esa es la herencia que se nos promete, si seguimos el ejemplo de Nuestra Madre, la Virgen María.
    La naturaleza humana, no es herencia, porque ya se posee. En cambio la naturaleza divina es herencia prometida y ofrecida a todos sin distinción de personas, de pueblos y naciones. Dios la ofrece a toda la humanidad. Pero para adquirirla es indispensable caminar en la comunión. Esta gracia, se va desarrollando por obra del Espíritu Santo. Hay que aceptarlo y dejarnos conducir por Él.

    Ahora imaginemos que asumimos esta prometida herencia, ¿Qué sociedad habría? Quedaría superada la rivalidad, el celo, la envidia, el sometimiento de los otros; pues esa es la sociedad que Dios quiere. Por eso, decidió que esa misma Virgen María, que le dio carne a Jesús, viniera a México, entrara en nuestra historia, desde el origen de esta nación. Para dar esa mirada materna, que transmite ayuda y consuelo. Ella ha venido para que descubramos nuestra vocación de fraternidad y vivamos como hermanos.

    Ésta es la casita que Dios quiere y para la que ha enviado a María de Guadalupe. La casita de la única familia, la de los hijos de Dios que se reúnen entorno a su madre. De esta manera asumimos la herencia de la naturaleza divina. Por esta convicción, y con gran esperanza los Obispos de la Conferencia Episcopal de México, hemos acordado promover un novenario de años hacia el 2031, año en que se cumplen cinco siglos de la llegada de Nuestra Madre, María de Guadalupe al Tepeyac.

    Descubramos qué hay en el corazón de cada uno de nosotros, y de quienes reconocemos y compartimos a María de Guadalupe como nuestra madre. Ella es el alma de la religiosidad del pueblo mexicano. Es nuestro deber desarrollar este amor para que no se quede solamente en devoción personal, sino que sea acción transformadora; y así logremos la plenitud de los tiempos que quiere Dios. El ya hizo lo suyo, y nos ha dado el Espíritu Santo; pero cada persona tiene que aprender a relacionarse con el Espíritu de Dios, siguiendo el ejemplo de la Virgen María.

    El mejor ejercicio para aprender y dejarse conducir por el Espíritu de Dios es el discernimiento personal y comunitario para responder a la pregunta: ¿Qué quiere Dios de mí? ¿Para qué me ha creado? ¿Por qué me quiere como hijo? Y también: ¿Qué quiere Dios de nosotros? ¿Cuál es la sociedad que Dios desea?

    En este sentido la vocación y misión de México es ser primicia de lo que Dios quiere para el resto de la Humanidad. Ante los constantes conflictos étnicos en el mundo, nuestro país ofrece una expresión del mestizaje, de la conjugación de dos
    razas, que han logrado ser una Nación, y una cultura que llamamos la mexicanidad, que tiene su origen en el “Acontecimiento Guadalupano”.

    Lo que desea Dios es la superación de las barreras étnicas, descubriendo las razas como riqueza y no como competencia. Esa es la tarea, Dios ya hizo lo suyo, ¿estamos dispuestos a hacer lo que nos corresponde para que se realice el proyecto de una humanidad fraterna y solidaria?

    Digámosle a María de Guadalupe, que ha estado en la historia de nuestro pueblo en estos ya casi cinco siglos, que continúe alentándonos y acompañándonos. Pidámosle que nos ayude a generar esta conciencia, y a transmitir nuestra experiencia de amor a ella, para que a través de este amor obtengamos, que México camine en la reconciliación, en la justicia y en la paz; y así superemos las polarizaciones y las confrontaciones, que nos dividen, y logremos edificar el México que ella desea, una sociedad que se reconoce como su familia, y convivamos como hermanos de una
    misma madre.

    Madre de Dios y Madre nuestra, conscientes del tiempo tan desafiante que vivimos ante tanta ambigüedad y confusión de mundo actual, donde ha crecido la violencia y el odio, que nos genera sufrimientos y angustias, ayúdanos para que al contemplar el misterio de la Navidad, que manifiesta tu dócil obediencia al Espíritu Santo, sea para nosotros consuelo y esperanza, y aprendamos a transmitir la Fe en Jesucristo, tu Hijo amado.

    Señora y Madre nuestra, María de Guadalupe, consuelo de los afligidos, abraza a todos tus hijos atribulados, ayúdanos en este tiempo del Adviento a crecer y transmitir la esperanza, recordando la inmensa confianza en el amor a Dios Padre, que mostraste al aceptar engendrar, bajo la sombra del misterio, a tu Hijo Jesús.

    Con tu cariño y ternura transforma nuestro miedo y sentimientos de soledad en esperanza y fraternidad, para lograr una verdadera conversión del corazón, y generemos una Iglesia Sinodal, aprendiendo a caminar juntos; así seremos capaces de escuchar y responder al clamor de la tierra y al clamor de los pobres.

    Acompáñanos en estos 9 años hacia el 2031, en que promoveremos tu mensaje y trabajaremos de la mano todas las Diócesis de México para que seas la Madre de este Pueblo Mexicano, que desea congregarse en torno tuyo, reconociéndonos como tus hijos, y por tanto como hermanos de una única familia.

    Nos encomendamos a Ti, que siempre has acompañado nuestro camino, como signo de salvación y de esperanza. ¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen, María de Guadalupe! Amén.

  • Homilía en la Peregrinación de la Arquidiócesis de México- 15/01/22

    Homilía en la Peregrinación de la Arquidiócesis de México- 15/01/22

    “Había un hombre de la tribu de Benjamín, llamado Quis. Era de gran valor. Tenía un hijo llamado Saúl, joven y de buena presencia….Un día se le perdieron las burras a Quis, y éste le dijo a su hijo Saúl: Toma contigo a uno de los criados y vete a buscar las burras”.

    Salió Saúl obedeciendo a su Padre para buscar lo que se había extraviado, y cuál fue la sorpresa, que Dios le tenía reservada, ser ungido como el primer Rey de Israel: “Recorrieron los montes de Efraín…, pero no las encontraron; atravesaron el territorio de Saalín y no estaban allí; después, la tierra de Benjamín y tampoco las hallaron. Entonces se dirigieron a la ciudad donde vivía Samuel, el hombre de Dios. Cuando Samuel vio a Saúl, el Señor le dijo: Este es el hombre de quien te he hablado. Él gobernará a mi pueblo”.

    En la cotidianidad de nuestra vida, obedeciendo y cumpliendo lo que nos corresponde hacer, descubrimos la inquietudes del nuestro corazón, y las personas adecuadas para confirmar la respuesta, que Dios espera de nosotros.

    Es una gran tentación, siempre presente en muchos creyentes, esperar que Dios nos hable de manera extraordinaria y sorprendente, sin embargo, cuando nos adentramos en nuestras propias responsabilidades y las cumplimos lo mejor que podemos, encontraremos siempre las inesperadas sorpresas del Señor, y experimentaremos su amorosa presencia.

    La escena del Evangelio muestra la respuesta de Mateo: “Jesús salió de nuevo a caminar por la orilla del lago; toda la muchedumbre lo seguía y él les hablaba. Al pasar, vio a Leví (Mateo), el hijo de Alfeo, sentado en el banco de los impuestos, y le dijo: Sígueme”. Él se levantó y lo siguió. Mateo cumplía su oficio, pero escuchó a Jesús, lo siguió y le abrió no solo las puertas de su corazón, sino también las de su casa, la relación de sus amigos, independientemente de sus credos y convicciones, y también sentó a la mesa a los acompañantes de Jesús.

    Mateo no lo pensó dos veces siguió su corazonada y cambió plenamente su vida, dedicada a su oficio que le redituaba un género de vida envidiable. Estos son los riesgos, que debemos asumir al ir descubriendo la voluntad de Dios y aceptando dicha voluntad divina, el Señor nos corresponde siempre de manera inesperada y sorprendente; aunque no conforme a los criterios meramente mundanos, sino a los criterios, conforme a las enseñanzas de Jesús.

    La escena del Evangelio ante los comentarios de quienes cuestionaban por qué estaban invitados a la mesa, tanto las personas consideradas de buena fama, como personas públicamente de conducta reprobable, Jesús expresa la razón de su ministerio para el que fue enviado por su Padre: “No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Yo no he venido para llamar a los justos, sino a los pecadores”. No descarta a los justos, pero reclama que debemos preocuparnos y atender a quienes andan extraviados.

    ¿Qué hacemos como Iglesia, como Arquidiócesis para salir en ayuda de nuestros hermanos más necesitados? Sin duda somos muchos los que deseamos, y en efecto, damos ayuda al prójimo, que encontramos en nuestra cotidianidad; sin embargo no es suficiente porque siendo un país de mayoría católica no logramos dar el testimonio fuerte, intenso y constante de la caridad para expresar los valores del Evangelio en la vida pública de nuestra sociedad.

    Necesitamos promover dos objetivos: 1) fortalecer nuestra convicción de discípulos de Jesucristo, y ofrecer nuestra disponibilidad de colaborar de alguna forma, y 2) establecer instancias de servicio y coordinación para la operatividad de una vivencia de la fraternidad, de la solidaridad, y de la caridad.

    -Nuestro ser de discípulos implica escuchar y asumir las enseñanzas de Jesús Maestro; es decir, alimentar la fe y compartirla mediante la lectura de la Palabra de Dios, llamada LECTIO DIVINA, en pequeñas comunidades. Así nuestra convicción de fe generará la indispensable esperanza, que suscita la fortaleza para obedecer la Voluntad de nuestro Padre Dios, y mantener la constante relación con quien nos ha mostrado su inmenso amor, enviando a su Hijo, quien a su vez ha entregado su vida hasta el extremo de la misma muerte para garantizarnos la vida eterna y guiarnos hacia la Casa del Padre.

    -Toda comunidad parroquial debe ofrecer a su feligresía no solo el indispensable servicio del Culto Divino, sino también las estructuras de conducción mediante los Consejos Parroquiales de Pastoral, y de Asuntos Económicos. Y las estructuras de servicios para responder a las variadas necesidades de los fieles sea en la formación de su fe (Pequeñas comunidades) sea en la ayuda a los miembros más necesitados de la sociedad.

    Esto es lo que estamos promoviendo los Obispos, Vicarios Episcopales, Decanos, Párrocos y Sacerdotes Vicarios en la Visita Pastoral a los Parroquias. Deseamos que todos los fieles colaboremos en tomar conciencia de nuestra vocación de discípulos de Jesucristo y de apóstoles evangelizadores en el mundo de hoy.

    Hoy hemos peregrinado, recordando nuestra condición humana: temporal y de tránsito hacia la vida eterna, para participar de la vida divina. Es conveniente y oportuno reafirmar juntos la decisión de colaborar para que los valores del Evangelio prevalezcan en nuestra Ciudad. Queremos sin duda alguna, que Cristo nos acompañe en nuestro camino y viva en medio de nosotros para garantizar llegar a la Casa del Padre. Por esta razón el lema de la Visita Pastoral es: ¡Cristo, Vive en medio de nosotros!

    Hoy estamos aquí con nuestra querida Madre, María de Guadalupe, abramos nuestro corazón y digámosle que estamos dispuestos a edificar el Reino de Dios, con nuestra conducta, para atraer a tantos hermanos extraviados, que van por el mundo sin saber su verdadero destino.

    Oh María, Madre nuestra, tú resplandeces siempre en nuestro camino como un signo de salvación y de esperanza. A ti nos encomendamos, para que aprendamos como Iglesia a caminar juntos, para formar comunidades de escucha y discernimiento.

    Ayúdanos, Madre, a descubrir la voluntad del Padre y cumplirla, siguiendo el ejemplo de Jesús. Él tomó nuestro sufrimiento sobre sí mismo y cargó con nuestros dolores para guiarnos asumiendo la cruz, a la alegría de la resurrección.

    Tú que eres la Esperanza del pueblo mexicano, sabes lo que necesitamos; y estamos seguros de que nos ayudarás para que sigamos tu camino de obediencia a la voluntad de Dios, y llegar a la Casa del Padre.

    Como Iglesia Arquidiocesana de México anímanos a ser como tú, una Iglesia en salida, una Iglesia que busque y acompañe a quienes necesitan ayuda; acógenos bajo tu amparo, Santa Madre de Dios, no desprecies nuestras súplicas ante nuestras necesidades, y líbranos de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita. Amén.